Argentina
This article was added by the user . TheWorldNews is not responsible for the content of the platform.

"La matanza de perros", un nuevo relato de Patricia Suárez

Entre las cosas extrañas que sucedieron a nuestra ciudad, ocurrió ésta hace varias décadas atrás. Me lo contó mi tía la que nació bizca por una maldición de una nena de siete años, que estaba celosa. Mi tía era la hija menor del anciano tío Moís y ella fue testigo de los hechos.

Un día, un hombre, se levantó y mató a su perro. Le puso el cañón de la escopeta dentro del hocico y disparó. El asunto no trascendió; pero al día siguiente otro hombre, en otro barrio alejado de la ciudad y que no tenía ninguna relación ni ningún contacto con el primer hombre ni con el perro aquel, mató a su perro de un pistoletazo en la nuca. La nuca de un perro está donde termina lo redondito de la cabeza, del morro. Tampoco este caso fue comentario de ninguno, pero al tercer día, un hombre aquí y otro allá, y otro al otro lado del puente, mataron a sus perros con armas de fuego. En una semana, desaparecieron todos los perros de los alrededores, de los barrios residenciales que tenían perros de guardia. Todo el mundo sabía que esta clase de bichos no eran guardianes en serio; bastaba con echarles un rosbif envenenado para que los animales se entretuvieran en lamerlo y mordisquearlo y no atacara a los ladrones. ¿Cómo se adiestra a un perro para huir de la tentación de un rosbif? Sólo quien no conociera la psicología de un perro, sabría que ellos pueden comer hasta reventar, que nunca saben decir basta.

En una situación normal, los dueños de estos animales habrían hecho una denuncia a la policía. Muchos eran de criadero, tenían pedigrís internacionales, seguro más de uno tendría una medalla del Kennel Club. Claro que no se trataba de una situación normal y la matanza de perros se extendió a los barrios menos elegantes, en los cuales un tipo, el dueño de casa, en general, encañonaba al perro salchicha o al pekinés que los había acompañado toda la vida. El resto de la familia no se oponía, los niños no lloraban la pérdida, no había escándalo alguno.

La escritora rosarina Patricia Suárez.
La escritora rosarina Patricia Suárez.

Quien tenía jardín o un fondo, los enterraba en el jardín o en el fondo, y quien no, los lanzaba dentro de una bolsa de arpillera en el contenedor de basura. Así, adiós a la mascota familiar.

Hasta la policía que contaba con los proverbiales perros antidrogas y los bomberos, con los suyos de salvataje, los aniquilaron con armas de fuego.

Las autoridades estaban perplejas, no sabían qué recaudos tomar. Aunque no se hablaba entre el Senado, ya algunos senadores se habían deshechos de sus perros. Si les hubieran preguntado por qué actuaban así, no habrían sabido qué responder. Obedecían una orden, un gusano cerebral. De todos modos, no podía ser algo más que una mala racha, explicó el presidente del Senado, una ola, una moda de mal gusto. El presidente del Senado le tenía alergia a los perros; esto pasaba entre las personas que tenían armas y que portaban armas; y no era un porcentaje alto dentro de la población argentina quienes tenían y portaban armas.

Esto, claramente, era un error en la visión del presidente del Senado y de la oficina que reportaba a las personas con permisos de armas: estaba repleto de un tráfico ilegal de armas; la gente común estaba armada hasta los dientes con revólveres, pistolas, metralletas y hasta fusiles que sabe dios dónde conseguían, si eran los narcotraficantes quienes los abastecían o quién.

De aquí que rápidamente los grupos conservacionistas y las protectoras de animales se hicieron eco: no es que ellos no sintieran el impulso de acabar con los perros, como lo sentía todo el mundo, ¡se trataba de que no contaban con armas! Elevaron una moción al Senado, al Presidente del Senado y al Presidente de la Nación: que todos los argentinos dejaran sus armas en una oficina ex profeso para el asunto, de forma anónima y sin recibir ninguna sanción o multa, o interrogatorio acerca de cómo se había hecho con esas armas. Para cuando el Senado aprobó la ley, tres días después de que el Presidente, con mayor celeridad, dictara el decreto, ya casi no quedaban perros en la ciudad. Los tipos que antiguamente trabajaban en la perrera de la ciudad recogiendo pichichos abandonados o vagabundos, se rascaban la cabeza y se encogían de hombros. ¡Pensar que ellos a veces hasta se alcoholizaban para meterle una inyección letal a un can, de la pena que les daba, y la gente, sin que se le moviera un pelo, asesinaba a aquellos a quienes semanas antes acariciaba y los dejaba dormir en los pies de su cama!

No todo el mundo depuso sus armas, no hay que ser ingenuos, concluía mi tía bizca, la hija menor del anciano tío Moís, que había nacido así porque una nena de siete años, celosa de que su tío preferido fuera a tener descendencia echó una maldición cuando la criatura todavía estaba en el vientre de su madre. Y así pasaron años, seis o siete, y la gente dudó en volver a traer perros a la ciudad. Sabía que había algunos más allá, en las playas, o que incluso se podían comprar por Internet y habia un servicio puerta a puerta que lo dejaba en tu casa dentro de una canastita adornada con un moño. Pero fueron cautos, no se animaron.

Animarse, explicaba la tía, habría sido hacerse preguntas.

Preguntas que tal vez no tenían respuestas.

Respuestas, que si existían, eran muy dolorosas.

Así que los ciudadanos vivieron más o menos felices, resignados a la falta de perros y consolándose con mascotas menos fieles y menos encantadoras, como hamsters, tortugas, loros, serpientes. Dejaron de tener a su disposición a su mejor amigo, ya todos conocemos el proverbio que reza que el perro es el mejor amigo del hombre, sólo que a ese proverbio lo inventó un hombre: de verdad, habría que ver qué piensa al respecto el perro en cuestión.

Crearon un estanque todo verde de lajas, en el centro de la ciudad, para que nadaran allí carpas de hermosos colores y tortugas, de esas tortugas que llegan a vivir trescientos años.

Todo eso fue hace mucho, mucho tiempo atrás y ese estanque se acabó con la sequía del otoño siguiente. 4 Por aquel entonces, la gente se reunía alrededor de los fogones, como tiene el ser humano por costumbre desde que es ser humano, y cantaban canciones pegadizas, Los Beatles, por ejemplo. Uno que otro se ponía a hacer chistes e imitaba los ladridos de los perros y los demás reían. Eso fue todo; un mal recuerdo, y la vida fue pasando. Los años, los meses.

Entonces un día se levantó al horario de siempre, dicen, en que debía ir al trabajo. Las cinco o las seis, y era la hora a la que su mujer, mi tía bizca, le estaba dando de mamar al recién nacido. El hombre, su marido, lo arrancó de su seno y le aplastó la cabeza con un palo. La mujer lo miró hacer en silencio. Más tarde, otro hombre lo hizo en otro barrio, y otro a la misma hora también, uno que vivía al otro lado del puente. Palos, piedras, botas. Fue así como acabaron todos los bebés menores de un año de aquella cosecha, la cosecha de homenaje a Herodes.

¿Por qué?

¿Quién lo sabe?

¿Quién tiene ganas de preguntarse por qué ocurren las cosas?

¿Quién quiere averiguar de dónde viene el mal?

PC