Argentina
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Mundos íntimos. De adolescente me refugié en la escritura de cartas a nuevos amigos para no mostrar tanto mi cuerpo.

Nunca me gustó ser niña. No tuve una niñez feliz. Siempre, en la infancia, quería crecer. Mi madre idealizaba la infancia como un espacio sin responsabilidades, lleno de juegos. Es verdad que las responsabilidades de adulta me abruman. Pero sigo creyendo que la infancia es un lugar muy difícil de transitar, y lo que hoy compruebo es que la edad no mejora las sensaciones, los temores, el temblor, la indecisión o la duda. Solo nos da cierto margen para decidir. Eso no lo cambio.

En el párrafo anterior, usé la palabra niña como expresión general de infante. Pero resulta que la marca de género también aporta a mi incomodidad. El cuerpo que tengo, sus cambios y etapas, es un lugar bastante inhóspito y amenazante. Crecer significó habitarlo en medio de todas las inestabilidades que el mundo proveía. Fui y soy una persona tímida y solitaria.

Sin embargo, cuando une escribe, en realidad, nunca está sole. Está con aquelles a quienes leyó, y con quienes leen. En todo arte es así. Dejamos de estar en soledad. Y hay ahí una elección subjetiva en la que me puedo reconocer. Elijo escribir -y leer, y escuchar música, ver cine, plástica, conversar en el arte-. Y así he hecho amigues, de una intimidad pasmosamente profunda, incluso sin conocernos personalmente.

Correspondencia. El dorso de una foto que le envió a Rom Freschi una de sus amigas por carta desde Japón.
Correspondencia. El dorso de una foto que le envió a Rom Freschi una de sus amigas por carta desde Japón.

A los ocho años ya escribía con cierta aspiración literaria. Había leído casi toda la colección Billiken y varios de la Robin Hood y empezaba novelas; quiero decir, las escribía sin lograr avanzar sobre el desarrollo ni darles un cierre, las comenzaba. También, a esa edad, empecé a esconder mi cuerpo. Recuerdo un otoño/invierno en la clase de gimnasia en el colegio. Tenía puesta una polera blanca, y al sacarme el guardapolvo para ir a la clase, vi dos triángulos asomar de mi pecho y colgar de ahí. Cuando me toqué me di cuenta que era yo misma, y tocarme dolía. El roce con la ropa ardía.

Años más tarde, aprendí que los llamados botones de los pechos aparecen dos años antes de la menarca, la primera menstruación. En ese momento, la opción fue encorvar la espalda por varios meses, en una cruzada imposible por ocultar esos crecientes promontorios, que yo veía deformes, y que además me dolían terriblemente.

Rom Freschi a los 16 años, con un sobretodo que cubría sus formas.
Rom Freschi a los 16 años, con un sobretodo que cubría sus formas.

Al año siguiente, mi madre me compró ya un corpiño. Recuerdo lo difícil que fue acostumbrarme a usarlo. Me apretaba, me picaba, pronto me quedaba chico. En el colegio, los varones empezaban a darse cuenta de que algunas nenas ya usábamos, entonces nos tiraban del elástico en la espalda y nos daban ese pequeño latigazo. Luego salían corriendo.

Si bien varias de mis compañeras estaban pasando por el mismo proceso, el problema era que lo mío era inocultable. Tenía- y sigo teniendo- pechos más grandes que el promedio. Ya en sexto grado, mi cuerpo había alcanzado la altura que tengo ahora y una forma muy diferente a la que el mundo espera que tenga la niña de once años que vivía en mí, y jugaba a la mancha, al elástico, a la escondida, bailando y cantando canciones de rock.

Mi escuela primaria quedaba a unas 15 cuadras de mi casa. A veces iba caminando, cuando hacíamos reuniones por trabajos de grupo o simplemente para jugar. El barrio era tranquilo, pero suburbano. Caminaba por cuadras en las que nadie cruzaba. O una sola persona.

Entonces empecé a tener miedo de caminar sola por la calle. Me acuerdo de la primera vez. Un señor alto, de pelo largo, y barba, vestido con un enterito de jean y en cueros, fumando. Para mí era un viejo. Me miraba y me perseguía su mirada. El caminaba por la calle y yo por la vereda y cuando nos cruzamos, me dijo algo que escuché pero no entendí, pero hizo que me apurara y tuviera ganas de llorar. “Con esas tetas, te chupo toda”.

Como toda niña, solía jugar con los maquillajes de mi mamá. Todavía no usaba anteojos e intentaba las amplias sombras de los años ochenta, los ojazos de Siouxsie, Madonna, Nick Rhodes. Lo hacía en mi casa, vestida con un shortcito y una remera, y si mi mamá me mandaba a comprar algo, salía así, como estaba. Un día, la hija del almacenero, una chica de unos veintipico de años pintada como una puerta, me atendió y me dijo que no estaba bien que saliera toda pintarrajeada, que qué creía que estaba haciendo, que me iban a hacer cualquier cosa. Ese día me envalentoné y le contesté algo así como que por qué se metía, que yo estaba jugando. Pero empecé a cuidarme de cómo salir de casa, y tuve miedo por no entender, ni haber podido preguntar, qué sería “cualquier cosa”.

De repente, en los cumpleaños, que ya empezaban a ser asaltos, y a ofrecer bailes, me veía rodeada de los primos y hermanos más grandes del cumpleañere, que me decían estupideces. Una vez, en una pileta pública, yo estaba jugando con varios chicos desconocidos. Para mí era raro, porque era tímida, pero también divertido, yo no había tenido que acercarme y tenía amigos para tirarnos a la pileta, charlar. De repente, la veo venir a mi hermana diciendo “¿Pero no se dan cuenta que tiene once años?”. Los chicos se fueron en seguida, medio escandalizados, diciendo “¡Pero parece de diecisiete!” No me dejaron ir más a esa pileta.

Mi hermana se vio obligada a acompañarme a las paradas de colectivo. Mis padres no podían hacerlo. Una vez, un tipo me tocó una teta y salió corriendo. Era un muchacho joven, de pelo corto, que se acercó rápido y manoteó. Mi hermana lo corrió y llegó a golpearlo con una ojota que hizo volar. Me dolió y me avergonzó tanto. Sentía la mano como una mancha. El tipo se reía mientras corría, como si hubiese hecho alguna proeza.

Mi madre atornilló mis miedos con corpiños reductores semejantes a corsets de hierro y conjuntos extra grande de remeras y sweaters. Me costó mucho entender mi cuerpo y mucho más mi sexualidad. Se sumaron otros episodios que no quiero contar aquí pero que hicieron de mí una chica más tímida e introvertida todavía. Durante la primaria este choque entre jugar como una niña y ser vista como una mujer fue un tironeo que en la secundaria velé con esos hábitos que me comprara mi madre, más un toque dark, y el guardapolvo tableado del colegio, bajo el que todo lo que era mi cuerpo quedaba disimulado en la imagen de “gordita de anteojos”.

Mientras tanto, los libros, mi agenda y el walkman eran mi compañía. En el colegio, todes empezaban a noviar, a descubrir sus deseos, y yo me sentía muy diferente. A un compañero lo cargaban por “afeminado”. Yo admiraba cómo se defendía pero seguía escondida detrás de la ropa, y deseando ser una tablita, como mis otras compañeras.

Me entristecía no conectar, pero tampoco estaba dispuesta a quedarme en lugares donde me sentía incómoda. Cuanto más leía y escribía, más distancia ponía entre las demás personas y yo. Pero también iba construyendo una salida para mí, una manera de vivir, como si construyera un túnel para escapar de una prisión.

En el suplemento Sí empezó a salir una columna que era “Gente que quiere cartearse”. Y así, además de escribir para mí, empecé a escribir cartas. La excusa era la música, Duran Duran mayormente, algo de Soda Stereo. Pero también, libros, poetas, o rockeros poetas. En la escritura no había cuerpo preestablecido, no había modelos, tampoco género u orientación sexual. Sí había maneras de armar las frases, recomendaciones de discos o libros o películas, un dibujo hecho durante horas para el otre.

(Recientemente cambié mi firma a Rom Freschi. Mucha de mi obra anterior está firmada como Romina. Sin embargo, Rom nació en estas cartas de la adolescencia, una manera literaria de esconder el cuerpo y no ser juzgada por él. Muchas amistades y escritores me han llamado Rom a lo largo de estos años, mucho de mi obra tiene que ver con la fluidez y también mis militancias. Así que me pareció necesario volver público ese nombre autodado. También a veces firmo mosquitodragona, modo en el que también soy invocada.) Volviendo, a algunes de mis amigues por carta no les conocí jamás, ya que vivían muy lejos. Llegué a tener dos amigas japonesas, con quienes intercambiábamos cartas en inglés y fotos, cassettes, objetos. Pero sí llegué a conocer a varies, de distintos puntos del mismo conurbano y capital. Una de ellas era de Bahía Blanca y había venido a estudiar a Buenos Aires. Otra resultó ser la hija de mi profesora de inglés en el colegio (lo descubrí de casualidad). Eramos todes diferentes, físicamente, de todos los colores y tamaños, y de distintas edades, también. Y esa fue, durante la adolescencia, la barra de contención para salir al mundo. Con elles, salía los fines de semana, iba a recitales, a muestras de arte, al cine, hasta llegué a ir a bailar. Nos enfundábamos en ropas extravagantes y nos pintábamos e inflábamos el pelo. Rescatábamos prendas de nuestros padres y abuelos, o de ferias americanas. Debajo de todo eso, mi cuerpo tenía la forma de la ropa. Y además, de mi pelo, que también servía para ocultarme.

No por eso zafé de varios episodios “normales” para la época. En el tren, uno llegó a apoyarme ferozmente y bajarme un poco los pantalones en el furgón y no sé qué hubiera pasado si no hubiera subido gente en la siguiente estación. Otro se empezó a masturbar delante de una amiga y yo. Incontables tocadas de piernas, nalgas y vulva al bajar del colectivo.

Pero había una salida. La escritura, la música y la amistad lo eran. Y las estrategias colectivas: ir en grupo, esperarnos en la parada, llevar las llaves en la mano para poder golpear más fuerte si alguien nos atacaba, quedarnos a dormir en la casa de alguien, si se hacía muy tarde. Seguir escribiéndonos cartas aunque podíamos vernos el fin de semana.

Con una de mis amigas por carta empezamos la universidad juntas. Yo no seguí, me cambié a Letras. A esa altura ya no iniciaba amistades por correspondencia y la vida universitaria me llevó a conocer gente de una manera más personal, aunque ya directamente relacionada con la literatura. Mis otras amigas también siguieron sus respectivos caminos: la música, la plástica, el diseño gráfico, el periodismo. Muchas migraron, como si nuestra salida de la adolescencia a través de las cartas también hubiese sido un modo de tirar de una cuerda para escalar el mundo.

En lo personal, ese modo de las relaciones, escrito, hizo que yo pudiese hacer ese pasaje de la niñez por la adolescencia hasta la juventud. Que yo sobreviviera. La incomodidad con el cuerpo no desaparece. Pero en ese espacio de la escritura apareció otro modo de estar con les otres, que le da al cuerpo tiempo para conocerse.

Hoy sé que la incomodidad no se va. La perimenopausia acecha y es una transformación tan masiva como las anteriores: hinchazones, bochornos, otra vez granos, y la mirada de les otres poniéndome en el lugar marginal de las señoras. Pero en la escritura me sigo dando tiempo. Y puedo contar esto, que es trivial -porque es común- que veo cómo les pasa a todas, tengan o no cuerpos “renacentistas”, y que no deja de ser trágico.

En 2018, escribí un poema llamado “Fallo”, en torno al primer fallo en el caso de Lucía Pérez (que fue declarado nulo y ahora hay uno nuevo). En ese escrito legal se decían cosas aberrantes, como que Lucía, a pesar de su edad, tenía capacidad para negarse o evitar lo que le sucedía. Una niña o una adolescente no puede con lo que le sucede en torno a la imagen que tienen los demás de su cuerpo o de su comportamiento. No deja de ser niña. Esconderse como yo lo hice, en la escritura, no deja de imprimir huellas. Siento la necesidad de decir esto para cambiar la manera de mirar a les niñes, adolescentes, a las señoras, y a todes. Que la mirada no sea un impuesto más.
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Rom Freschi. Mayormente poeta. A veces performer. Empezó a publicar poesía en los años 90. Formó parte del grupo Zapatos Rojos. En 2022, se publicó su último libro de poemas, “El Precedente”, que acaba de presentarse, y se reeditaron dos de sus poemarios anteriores: “Juntas”, con dibujos de su hija, y su primer libro, “Redondel”. Le fascina el género ensayo por lo que creó y dirigió revista “Plebella”, que hoy sostiene una posvida en redes. Es docente e investigadora en ámbitos universitarios y de creación. Milita el feminismo, el barroco, y defiende a les animales. Su poema “Fallo” tuvo varias publicaciones desde 2018, la más reciente es de este año en “Luvina”, la revista literaria de la Universidad de Guadalajara en México.
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Inclusivo. En Clarín no utilizamos habitualmente el lenguaje inclusivo. En este texto, la autora cree que la define por lo que hemos respetado su escritura original. Según ella nos dice: “elijo el comúnmente llamado lenguaje inclusivo como un modo de estar en el feminismo. Desde la poesía, además, me parece que otorga posibilidades expresivas alucinantes”. Y acerca del nombre, ella menciona en el texto que “recientemente cambié mi firma a Rom Freschi. Mucha de mi obra anterior está firmada como Romina. Sin embargo, Rom nació en estas cartas de la adolescencia, una manera literaria de esconder el cuerpo y no ser juzgada por él”.