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Mundos íntimos. Hay "apps" del celular que me siguen adonde vaya. A veces me invaden; otras -reconozco- me acompañan.

Todo comenzó veinticuatro horas después de un 28 de diciembre. Para los memoriosos como yo, luego del Día de los Inocentes que casi nadie recuerda. En esa oportunidad, una calurosa mañana del año 2018, un sábado como hoy, fui hasta un local de ventas con el firme objetivo de cambiar el modelo de mi teléfono celular. Ese tipo de decisiones son raras en mí y les diré el porqué.

Soy una mujer que cuida mucho sus objetos personales y me cuesta horrores abandonar cualquier tipo de dispositivo tecnológico que todavía funciona. No solamente por el hecho de que me da tristeza dejarlo casi nuevo, por siempre apagado y metido en un cajón, sino porque cuando por fin he logrado dominar la mayoría de las funciones o los “chiches” que trae, resulta que queda obsoleto y debo volver a comenzar. Lo mío es el eterno resurgir del ave fénix, pero en vez de regenerarme de las cenizas, tengo que volver a aprender dónde cuernos están las funciones esenciales que hacen hoy, de un teléfono, un artículo imprescindible.

Juegos. Silvina Pugliese hace unos años, con un sobrino. En esa época "juego" y "celular" no iban de la mano.
Juegos. Silvina Pugliese hace unos años, con un sobrino. En esa época "juego" y "celular" no iban de la mano.

Para peor, cumplí cincuenta años y eso no ayuda.

Reconozco que recién cuatro meses después de aquel diciembre pude realizar una decente captura de pantalla con el modelito. ¡Las teclas del anterior no eran las mismas! Intentaba tomar la susodicha foto y (¡cosa de Mandinga!) subía o bajaba el volumen, o bien quería silenciarlo y activaba la linterna... Y así, ad infinitum. También les confesaré que “me rindo” ante la insistencia inútil de un celular sordo a mis quejas y entonces, sólo entonces, pido ayuda a cualquier joven de veinte años que tengo cerca.

También desde aquella fecha lejana (no lo sé a ciencia cierta) alguien me empezó a seguir.

No se trata de la típica persecución cinematográfica que me gustaba ver cuando era chica, en donde un tipo se subía a un auto con chofer, aceleraba rechinando las gomas y haciendo humo, atrás venía corriendo otro, abría una puerta trasera y exclamaba: “¡Siga a ese taxi!” y de ahí en adelante, yo no podía moverme de mi sillón.

Silvina Pugliese con su ahijada Jimena. Ya tenía celulares: eran primitivos pero menos intrusivos.
Silvina Pugliese con su ahijada Jimena. Ya tenía celulares: eran primitivos pero menos intrusivos.

No, nada de eso. Con mi desconocimiento casi total del nuevo teléfono, me había ido del local de ventas con la función de “ubicación” activada y en un rango de aproximadamente veinticuatro horas, empecé a recibir algunos mensajes inquietantes.

Aunque al principio no eran inquietantes. Eran de agradecimiento (por la adquisición) y de bienvenida (por estar bajo el radar del buscador más famoso del planeta).

Caí en la tentación de comenzar a escribir reseñas de comercios, irme de viaje y comentar sitios de interés histórico o geográfico, alabar una buena comida... Todo lo que me parecía digno de destacar y de compartir.

Para mi sorpresa, las vivencias que resumía en un par de oraciones eran vistas por decenas de personas en poco tiempo y aparecían varios “me gusta” o algunos comerciantes me respondían con la misma cortesía que yo había usado para alabar sus productos.

Mi vida era mi vida y de vez en cuando, la hacía pública. Como no tengo las redes sociales más comunes para la humanidad porque no me interesan ni tengo tiempo para sentarme a verlas, mis contribuciones me convirtieron en una de las tantas Local Guides que escribía dentro de mi región. Estuve así un par de años.

Entretanto, mi teléfono dijo: “hasta aquí llegué” y misteriosamente dejó de funcionar. Otra vez, el itinerario de aquel diciembre: sorpresa, frustración, caminata hacia el local de ventas y vuelta a conocerlo. Esto ocurrió un 3 o un 4 de febrero de 2020. Se imaginarán que salí con mi juguete nuevo a descubrir el mundo (frase rimbombante que se traduce como: a empezar de cero con el dichoso aparatito). Obvio, la función “ubicación” también estaba activada y siguió en ese modo. Imposible explicarles por qué continuó esa tecla con su luz azul. Si me pongo autocrítica, esa era la oportunidad perfecta para dejar de ser una eterna perseguida. Creo que fue más fuerte la costumbre y hasta ese momento me parecía muy divertido continuar haciendo reseñas, pero llegó la pandemia. En otras palabras, mi nuevo idilio duró cuarenta días.

Sufrí, como todos, el encierro. En mi correo electrónico aparecieron los primeros mensajes inquietantes.

Durante meses no moví el teléfono más que “de la cama al living”, ocupada con mi tarea de docente de escuela secundaria en la virtualidad, en la cual corregí mil setecientos cuarenta trabajos escritos de Literatura entre marzo y diciembre de ese 2020. Los tengo registrados y contados, aunque jamás los olvidaré.

Entretanto, mes a mes, en mi mail veía los pocos kilómetros que hacía a pie para comprar lo esencial y lo permitido en el ASPO (Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio). Eso me hizo perder la ínfima tranquilidad que tenía. Cada correo me recordaba que se me estaba yendo la vida, perdida entre la pantalla de la computadora y el silencio oprimido de un departamento cuyas ventanas mostraban una avenida desierta.

Pasé de viajar por Cuyo con mi hermano y mi cuñada, en aquella primera quincena de febrero, a hacer unos pocos metros diarios, con una o dos salidas semanales a un supermercado que nos dejaba pasar de a uno, no sin antes esperar casi media hora afuera, si era un día con suerte. Recuerdo haber estado haciendo fila apretando con fuerza mi bolso de tela y observar a todos los que me antecedían en el mandado. Estábamos quietos, sin atrevernos a hablar con nadie, con barbijos firmemente atados a nuestras caras y un miedo atroz frente a un virus desconocido y mortal. Un COVID-19 enigmático y peligroso.

En esas esporádicas expediciones a veces llevaba mi celular y en otras ocasiones, lo dejaba sobre la mesada de mi cocina, así que no podría decirles cuáles de todas las distancias mensuales que fueron registradas por ese aparato son las más acordes a mi caminar. Seguro que lo que quedó medido es un poco menor, aunque no creo que la diferencia haya sido significativa.

Por alguna extraña razón desistí de inhabilitar la función de “ubicación” que no tenía mucho sentido mantener en la pandemia. Quizás era una sorda resistencia a la inmovilidad, a reconocer que estaba atrapada entre las paredes que marcaban mi límite de cuarenta y dos metros cuadrados de libertad. Y que mi única visión más allá me la daba un balcón, que me conectaba precariamente con un cielo azul y sus nubes o apenas me dejaba escuchar un par de zorzales que se despertaban a las cuatro o cinco de la madrugada y que yo nunca antes había oído.

Volviendo a mis notificaciones, también durante ese período aparecían propuestas de “viajar por el mundo sin salir de casa” con sugerencias para “pasear por algunos de los destinos más populares del mundo, leer artículos sobre tus ciudades favoritas y visitar museos de cualquier rincón del planeta”. Las hubiera aceptado con gusto, si no hubiese tenido los ciento noventa y tres trabajos prácticos mensuales de mis estudiantes para leer.

Para no amargarme tanto, alguna que otra vez hice reseñas de lugares que había conocido antes de la llegada del coronavirus y el hecho de sentarme a escribir esos poquitos renglones me producía una serie de sensaciones muy contradictorias. Por un lado, melancolía por lo vivido (y por no saber cuándo lo volvería a experimentar) y culpa (bastante culpa) por estar dejando de lado mis obligaciones. Sin embargo, creo que esos pequeños recreos me salvaron de la completa locura.

Y gracias a Dios o en quienes ustedes crean, volvimos a la normalidad, pero quedaron en nosotros tristes recuerdos.

El 8 de enero de 2021, el correo me sorprendió con mis novedades del año anterior y en gráficos de barras se nota que entre marzo y diciembre mi nivel de “compras” y de “trayectos a pie” son casi inexistentes. A pesar de ello, cuatro días después, otro mail me alegró con la noticia de que una reseña mía en poco tiempo había tenido cien vistas y eso me regalaba el exagerado adjetivo de “popular”. Lo recuerdo y me da risa, porque jamás fui popular ni como estudiante en mi escuela ni en ningún otro contexto. ¡Milagros de la tecnología!

Estar con la ubicación activa es inquietante, pero si quiero ser justa, hay varias ocasiones en que “estar vigilada” o mejor dicho “permitir que me sigan” me proporciona momentos de satisfacción. En mi teléfono veo correos que llegan en horarios extraños, generalmente en la madrugada, y contienen mensajes como este: “Gracias por tu aportación (…) Contribuciones como estas ayudan a otros usuarios a decidir qué hacer y qué visitar”. Palabras así son motivadoras, en especial cuando una anda con mil problemas o baja autoestima. Es así y no lo voy a negar.

Sin embargo, ser una Local Guide puede llegar a ser un poco molesto. La inteligencia artificial detrás de todo esto es una jefa que pide más trabajo. Se da cuenta de que he dejado de sumar datos y se le nota el síndrome de abstinencia. Y como parece saber que no tengo ganas de escribirle o quizás no tengo tiempo, me invita a contribuir respondiendo breves preguntas. Algunas entran en el ámbito de lo inquietante, porque luego de pasar solamente por el frente de un negocio recibo un: “¿cómo estuvo la panadería Facturitas?” (el nombre ha sido modificado) o “¿Facturitas cambió?” y siempre termino entre la risa y el fastidio, pues es imposible saber esos detalles sin haber entrado ahí.

Lo peor sucede cuando me aparece la opción de responder preguntas de otros usuarios. Suelen aparecer cuestiones tan importantes como si ese comercio acepta una determinada tarjeta de crédito o si se pueden comprar medialunas de grasa o de manteca y en qué horario salen calentitas.

Y en algunas ocasiones me las presentan agrupadas en varios rectángulos con opciones y ahí sí me hacen reír. Cierta vez, lo recuerdo bien, debía responder si un supermercado de mi barrio tenía una rampa para silla de ruedas. Me quedé pensando y no me acordaba de haber visto esa clase de entrada. Cuando anduve por ahí, apenas pude darme cuenta de que la enorme puerta de blindex estaba cerrada y casi me la llevo puesta, lo que me hubiera convertido en la versión femenina del actor Owen Wilson con la nariz torcida.

Con estos vaivenes del destino, hace algunos meses que estoy en el nivel 5 y llegué a casi 1.000 puntos. Desconozco si esto es bueno o malo y la verdad, no me interesa. Además, puedo añadir fotos o videos para conseguir ascender y tampoco me interesa. Tuve y tengo en claro que soy yo la que administra mi historial y jamás de los jamases me dejaré influenciar por “Ashley, una prolífica Local Guide destacada que publica videos diariamente y ha subido más de 1.200, convirtiéndose en una Guiding Star de nivel 10”. Pucha, ahora que comparo, estoy en el medio de la tabla.

El pasado 29 de diciembre recibí un correo distinto: en horas de la noche me avisaron que cumplí cuatro años dentro del sistema. La relación más larga de mi existencia. No se pueden imaginar mi asombro. Es la primera vez que no soy yo la que primero recuerda una fecha y aún no puedo creer que haya pasado tan rápido el tiempo.

Alguien me sigue, se titulan estas líneas. Alguien se ha metido en mi mundo íntimo. Lo dejé entrar a mi vida por ignorancia y después, por costumbre. Muchos amores comienzan y continúan por las mismas razones. Así que no se metan conmigo ni me juzguen. Alguien me sigue y hasta que me traicione, dejaré que sea como mi sombra.

No quisiera ser injusta. No es que alguien me sigue. A esta altura, mejor dicho, alguien va conmigo.
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Silvina Pugliese vive en Paraná y es una docente que escribe. Para publicar su primer libro, tuvo que ahorrar y llegó a hacer unos cincuenta. En la Navidad del año 2019 soltó algunos en cinco plazas, con tal de no tener una presentación formal y de paso, sorprender a los transeúntes. Es madrina de varios escritores, ya que donó lo recaudado con una novela para que otros tuvieran la oportunidad del reconocimiento. Recibió algunos premios y siguen apareciendo obras. Son cinco: “La noche iluminada y otros cuentos”, “Solo aquí puede ocurrir esto”, “Visitantes”, “Cara y cruz” y “Vacaciones con sustos”, esta última en colaboración con Jorge A. Bergallo.