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Qué tiene que ver la crisis climática con la psicología

Nuevas palabras vinculan cómo las personas enfrentan los profundos y apremiantes problemas medioambientales desde la salud mental: ‘ecoansiedad’, ‘ecoemociones’ y ‘solastalgia’ son algunos conceptos que nos hablan del enfrentamiento personal y comunitario a un contexto que es hoy altamente desafiante. En columna para CIPER, la directora de la Escuela de Psicología de la Universidad Diego Portales describe sus alcances, en medio de las olas de calor, incendios masivos y desertificación que han pasado a ser parte de la pauta de noticias.

El mundo ha vivido este mes las temperaturas más altas jamás registradas, según reporte de la Organización Mundial de Meteorología. Esto se suma al conjunto de cambios agudos en los distintos continentes asociados con la crisis climática y la polución: olas de calor, incendios masivos, deforestación y desertificación, crisis hídricas e inundaciones, desaparición de especies del ecosistema, e incluso aumento de turbulencias en los viajes aéreos [PROSSER et. al. 2023].

Son cambios y consecuencias que por momentos nos instalan en un escenario «distópico» ya presente en nuestro imaginario, y representado en las artes y en diversas expresiones culturales que, como se dice, suelen adelantarse a los tiempos. Ese futuro imaginado en la categoría de ciencia-ficción acaso nos sorprende como un escenario plausible. La novela Parábola del sembrador fue escrita en 1993 por Octavia Butler, y su primera página nos sitúa en julio de 2024. Sus predicciones son, por decir lo menos, de una precisión aterradora: en un entorno social y ambiental absolutamente malogrado, una sequía persistente disminuye los alimentos, y se entremezcla con el deterioro de la economía, la democracia, la convivencia, y el sentido vital y de futuro de la protagonista junto y de su entorno.

En la vertiente académica, en 1986 el sociólogo alemán Ulrich Beck, desarrolló la teoría de la «sociedad de riesgo», en la que plantea la idea de que los riesgos y las incertidumbres constituyen aspectos centrales en la vida de las personas y en las estructuras sociales. El autor ya consideraba entonces, entre los peligros de alcance global, el cambio climático —hoy crisis climática—, caracterizado por su responsabilidad difusa y su distribución desigual. Es sabido y demostrado que los países y grupos poblacionales con más ingresos son los que producen más emisiones de dióxido de carbono y otros gases y productos contaminantes, mientras que quienes reciben los efectos más negativos de la contaminación y el cambio climático son países y poblaciones empobrecidos. Esto ha sido llamado también injusticia medioambiental [].

No hay regreso. Así lo señala la periodista y escritora Elizabeth Kolbert en su libro Bajo un cielo blanco, donde plantea que nos enfrentamos a una nueva era geológica, el Antropoceno, cuyo centro es la actividad humana, representada por la revolución industrial, proceso de carácter estocástico que ha modificado incluso la geografía y topografía de nuestro planeta. Para la autora, la manera de enfrentar esta crisis es utilizar nuestra capacidad adquirida para modificar el entorno a escala planetaria y generar, a través del desarrollo de la biotecnología, condiciones de resiliencia para conservarlo como un lugar habitable; el único que tenemos por seguro hasta ahora.  

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  Mis hijas, nacidas y criadas en Santiago después de los 2000, están acostumbradas a la escasez de lluvias. Cuando les hablo de mi infancia, me preguntan con curiosidad qué es un temporal, y yo se los describo con nostalgia. Pienso con preocupación sobre el mundo que se les aproxima, en el que, por ejemplo, disminuyen alarmantemente las abejas. He escuchado, además, a muchas parejas jóvenes que prefieren no tener hijos como un acto de generosidad, y considerando el mundo en el que les tocaría vivir [SCHNEIDER-MAYERSON y KIT 2020].

La psicología ha desarrollado diferentes términos con el propósito de entender e idear abordajes para el malestar que estos procesos globales tienen sobre las comunidades y las personas. Algunos de estos ya son de conocimiento y de uso cotidiano, como la ecoansiedad y las ecoemociones, ligadas a la depresión, la ansiedad y la rabia a partir de la experiencia de irrevocabilidad del cambio climático, así como también a la preocupación por el futuro propio y el de las siguientes generaciones. Se ha planteado, también, que tanto la ecoansiedad como las ecoemociones no conducen necesariamente al pesimismo, sino que, eventualmente, pueden contribuir a movilizar a personas y comunidades a realizar acciones tendientes a mejorar las condiciones de vida en este nuevo escenario en el que habitamos como humanidad.

Por su parte, otro término que ha comenzado ha ser empleado, es el de solastalgia, acuñado por el filósofo ambiental Glenn Albrecht para referirse a un estado psicológico y emocional que experimentan las personas cuando se sienten angustiadas o desplazadas debido a los cambios ambientales o ecológicos negativos en su entorno cercano [ALBRECHT 2003]. A diferencia de la nostalgia, la solastalgia se relaciona con el estrés, la angustia y la ansiedad causadas por la degradación del medioambiente o la pérdida de los entornos y hábitat naturales en el presente, una especie de nostalgia de lo que sabemos que estamos perdiendo progresivamente. Sus efectos pueden cifrarse de manera negativa: problemas sociales, físicos y de salud mental. Pero, como contracara positiva, puede implicar la participación individual y colectiva en la protección, restauración y rehabilitación del entorno ambiental y el fomento de un sentido de «pertenencia endémica»; es decir, situarse como parte —no aparte— del ecosistema.

Así, y en el caso de la crisis climática y de la catástrofe ecológica, ecoansiedad, ecoemociones y solastalgia son aproximaciones para la comprensión de los determinantes ambientales y socioambientales de la salud mental. Entendiendo ésta en un sentido amplio: no solo como problema, sino como las condiciones individuales, comunitarias, sociales y ambientales de bienestar y de agencia en un contexto global y local a la vez, que sin duda es hoy altamente desafiante.

Aun cuando se trata de un problema de décadas de desarrollo, la psicología como disciplina se ha incorporado más recientemente a la reflexión y práctica sobre estas temáticas, las cuales, dado su carácter urgente, requieren al menos tres acciones de nuestra parte. En primer lugar, investigación orientada a aportar y precisar evidencia sobre los efectos e intervenciones psicosociales en el marco de la crisis climática; la que, atendiendo a su complejidad, debe ser necesariamente interdisciplinaria. En segundo lugar, incorporar en la formación de futuras psicólogas y psicólogos estos y otros tópicos emergentes y aquellos relacionados. Sobre todo, ofrecer herramientas conceptuales y prácticas para distinguir el carácter adaptativo de las expresiones del estrés vinculado a la crisis climática, sus aspectos determinantes para la salud física y mental, y sus impactos desiguales en las diferentes poblaciones. También proporcionar competencias para implementar intervenciones psicosociales pertinentes ante catástrofes medioambientales. Finalmente, desde el rol social al que nos compromete nuestra labor académica, en este escenario es relevante buscar más activamente espacios de injerencia pública, no sólo en el ámbito de la salud, sino también en el de la educación, urbanismo y, entre otros, el medioambiente.