Chile
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Una era con olor a bencina

Las dinámicas de la globalización nos enfrentan hoy no sólo a pautas económicas estandarizadas, sino también a desigualdades, engaños colectivos, comercialización de lo privado y profundos desafíos éticos en común. La siguiente columna para CIPER le aporta perspectiva a tan complejo escenario con pistas recogidas desde los más diversos lugares: el pensamiento académico, el desempeño del presidente Boric en redes sociales, el mejor rap francés y hasta el monólogo de Hamlet.

En Un mundo privado de sentido (1994), el politólogo francés Zaki Laïdi comprueba que el desenlace de la Guerra Fría puso fin a la dominación de los modelos occidentales de vocación universal; puntualmente, el socialista y, luego, el liberal. Según su planteamiento, que ambas ideologías se debilitaran se tradujo en una pérdida de referentes que afectó directamente la estabilidad del sistema internacional, desprovisto a la vez de un centro político y de proyectos futuros. La caída del Muro de Berlín fue el origen de un nuevo «tiempo mundial», ese en el que, en palabras de Laïdi, «todas las consecuencias geopolíticas y culturales de la post Guerra Fría se conectaron con la aceleración de los procesos de globalización económica, social y cultural».

Basta mirar la actualidad nacional e internacional para constatar que hoy, septiembre de 2023, estamos en plena continuidad de aquello: en ese viejo mundo no totalmente muerto, y al mismo tiempo frente a otro nuevo que tarda en definitivamente aparecer. Tal como anunciara Gramsci, es en ese claroscuro que pueden surgir los monstruos.

El mismo Laïdi, en La grande perturbation (2004; no traducido al español) se refiere a la «fenomenología de la mundialización», según la cual la globalización ha llevado a intensificar como nunca antes los flujos económicos, alterando distintas facetas de la realidad social. Surge así un nuevo «imaginario social», compuesto de cinco vertientes esenciales:

i) el «imaginario de las formas comunes», que hace que nuestros estilos de vida y consumo se parezcan cada vez más en distintos lugares del mundo (basta ver, por ejemplo, que no hay ciudades medianas en Chile sin su Starbucks);

ii) el «imaginario de una vida diaria mundial», que nos hace sentir que vivimos una comunidad espontánea y única (pensemos en cómo seguimos las noticias sobre la pandemia o las olas de calor en diferentes países), aunque sin ningún proyecto común;

iii) la «mundialización de los afectos», que hoy hace primar emociones en el debate público y la comunicación intercultural, cargándolos de subjetividades y escasa consistencia (un ejemplo cercano sería el de los 33 mineros rescatados y el famoso mensaje manuscrito que el presidente Piñera llevó de gira por el mundo);

iv) el «imaginario del mercado» aplica, según el autor, un principio de convivencia según el cual todo se compra y todo se vende (las polémicas gestaciones subrogadas a cambio de un pago, por ejemplo);

v) la «maximización de las preferencias personales» indica nuestra actual dinámica de decisiones basadas en, si no la obligación, sí el deber de fusionar mercado y sociedad, pues uno y otro se han vuelto inextricables.

En el auge de nuestra era de la mundialización observamos niveles de vida totalmente dispares entre países, aunque sometidos en común a transformaciones que Zaki Laïdi describía hace ya más de dos décadas. ¿Qué vemos? En el área política, el ascenso de ideas extremas bajo diferentes formas —a cara descubierta o no—, apoyadas en redes sociales y en estrategias de desinformación, simplificación y esquematización que instalan un axioma falsamente horizontal de líderes que aparentan estar al mismo nivel que la masa que lo sigue: «Yo soy ustedes y ustedes son algo de mí; las instituciones ya no sirven como antes».

Lo anterior permite que todo se ponga en tela de juicio: presente y pasado, Historia y memoria, virtud e ignominia. Todo es justificable y relativo.

Hasta hace muy poco, Donald Trump hacía diplomacia a través de twitter; el presidente Bukele despedía a sus ministros por redes sociales; Emmanuel Macron transmitía programas junto a youtuberos desde el palacio del Élysée;  y, en Chile, el presidente Boric, jugando con lo emocional, se ocupaba en un instagram-live para leer las cartas que le envían los niños. Son gestos de aparente cercanía de parte de autoridades que, respectivamente, a la vez fomentan la invasión del Capitolio, transgreden normas básicas del trato a prisioneros, desdeñan el riesgo del alza de la extrema derecha y no asumen responsabilidad por la deriva de un posible nuevo fracaso para el proceso constituyente.

Todo esto tiene como un «olor a bencina», según el título de uno de los temas de OrelSan [foto superior], rapero francés ácido y agudo en sus textos sobre la sociedad francesa en la que vive. Lo descrito en ese tema de 2021 calza con lo anunciado por Zaiki Laïdi, un compatriota en otro extremo de su realidad (académico, intelectual, prestigioso entre círculos de pensadores). Quizás haya una relación de causa a efecto: el «imaginario social» que produjo la globalización tiene claros efectos societales; y no debemos sorprendernos de que estos se observen también en el Chile actual.

No son siempre los grandes académicos los únicos que perciben y describen lo correcto. A veces, los artistas nos ayudan a entender la realidad, incluso de mejor modo. Lo que sigue es la traducción del citado tema del rapero OrelSan, “L’odeur de l’essence”:

La suerte está echada, todos nuestros líderes han fracasado; estos serán destruidos por la misma bestia que ellos mismos crearon. La confianza ha muerto junto con el respeto. 

¿Qué es lo que nos gobierna? El miedo y la ansiedad. 

Nos destruimos a nosotros mismos buscando enemigos. Algunos dicen que «este mundo ya se ha acabado», y otros lo niegan. Los multimillonarios legan sus riquezas a sus hijos tontos, pero la historia pertenece a los que la escriben. Ya nadie escucha a nadie, pero todo el mundo habla. Pero en el fondo, nadie cambia de opinión, sólo asistimos a debates estériles. Todo el mundo se exalta, porque todo el mundo se deja gobernar por sus emociones. Sólo vemos opiniones tajantes e impactantes, nunca nada es preciso. Ya no hay tiempo para pensar, es la tiranía de las interacciones, de la rrss, esa donde vemos los tweets de niños de doce años citados por medios de comunicación. Hoy, la inteligencia vende menos que la polémica; es el «Juego del Calamar», ¡sálvese quien pueda!. ¡Fascista imbécil! ¡Perra histérica! Todo es reaccionario, todo es sistémico […].

Atrapado en una vorágine infernal, tratamos el mal con el mal y los medios se hacen un festín con aquello.  Sólo hechos delictuales; gallina, zorro, víbora. O estás a favor o estás en contra, todo es binario […].

Tenemos que todo reiniciar, tenemos que resetear. Ya no creemos en nada, todo es deepfake. Ante lo desconocido, estamos en el rechazo sistemático, mezcla de miedo, odio y tristeza. Son nuestras contradicciones, nuestros dilemas […].

Soy corrupto, nací en este sistema. Nadie avanza en la misma dirección, todo es inerte. Sólo vemos una única forma de riqueza. Tomar el dinero de las personas es robar, excepto cuando se denomina negocios. 

Todos los ancianos votan, ellos elegirán nuestro futuro. Mi abuela vota extrema derecha, le quedan tres años de vida. No hay referentes por eso muchos se pierden en la nostalgia de una época en la cual otros ya sentían nostalgia. 

Las ovejas sólo quieren un líder carismático. Sin empatía, todo debe ser jerárquico. La escuela sólo te enseña el individualismo. Te enseñan a ganar dinero, no a hacerte amigos.

No hace falta saber qué es el Senado para ver que los viejos ricos hacen las leyes.  A nadie le gustan los ricos, hasta que se vuelven ellos mismos ricos. Luego esconden su dinero o se asustan por perderlo. Tantos trabajos de mierda que existen, y cada uno finge hacerlo correctamente. 

Estamos siendo nutridos de juicios perentorios, alimentados de clichés; cuando en el fondo no sabemos ni alimentarnos. No sabemos gestionar nuestras emociones y por eso las escondemos. No sabemos cómo gestionar nuestras relaciones y por eso las desperdiciamos. No asumimos quiénes somos, por ende somos cobardes. Nunca nos perdonamos en un mundo donde ahora ya nada se borra.

Nos escupimos en la cara, ya no sabemos vivir juntos.

En el fondo, todos estamos luchando por estar en la clase VIP de un avión que va directo al crash (estrépito).


Pese a lo que muchos piensan, la configuración política de nuestro país no está caminando a destiempo, como por detrás de la historia del resto del planeta, sino que más bien coincide totalmente con aquella. Somos parte de los mismos desafíos, retrocesos, riesgos  e interrogantes que plantea esta década del siglo XXI a escala global.

Si nos ponemos un poco OrelSan, en Chile debiésemos preguntarnos: ¿sabe hoy la llamada izquierda cuál es realmente su identidad?; ¿tenemos claras las pautas sobre hacia dónde ir como país?; ¿nos quedaremos en el statu quo o ahondaremos en el sistema liberal (o, acaso, le ponemos fin)?; ¿es mejor que profundicemos la democracia o que volvamos a un orden más conservador y autoritario?

Y, a la vista del desempeño del gobierno de Gabriel Boric: ¿confiamos en la juventud, o esta no merece ser escuchada por ser tan poco prolija?; ¿aplicamos atentos las órdenes del mundo empresarial o forzamos la colaboración de las más grandes fortunas?

Innegablemente, si no a bencina, algo huele a podrido en el reinado de Chile. Y, al igual que en el monólogo de Hamlet, conviene pensar: «Ser, o no ser».

Porque antes de Orelsan estuvo Shakespeare. Y las respuestas siempre están en los grandes clásicos. En lo que sigue de ese monólogo de Hamlet (Acto III, escena IV ) se indica lo siguiente: 


¿Cuál es la acción más digna del ánimo?
¿Sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta,
u oponer los brazos a este torrente de calamidades,
y darles fin con atrevida resistencia?