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Mundos íntimos. Mi atractiva mamá, a sus casi 80 años, rompió barreras: se animó a usar Tinder y a enamorarse

Mamá se llama Lea Dévorah. De chica me gustaba jugar con su nombre: mandarla a leer (¡Lea, Dévorah!) y criticar su omnipresencia (Lea devora). Hay que decirlo, mi mamá siempre fue devoradora, comedora de tortas y postres helados, y avalancha de un metro setenta y cinco en cualquier situación humana en la que se presentara. Esto es, me llevaba al colegio, a cumpleaños, a inglés, a hacer las compras en su Granada rojo, con su cabello rubio abultado, y la gente la seguía con la mirada, o le pedían autógrafos cuando la confundían con Moria o Valeria Lynch. En los negocios de Almagro, todos la conocían, y yo moría de vergüenza. Ahora, a mi edad, que era la suya, en mi barrio que limita entre Belgrano y Coghlan, todo el mundo me saluda.

Mamá vive y por eso escribo esta nota, para que la lea con sus ojos recién operados. Tiene setenta y nueve años, el mismo metro setenta y cinco, aunque tal vez apenas un centímetro menos por la lógica curvatura que se forma en la espalda con el paso del tiempo.

Mi hermana Maru hizo un grupo de whatsapp que se llama “hijas de una mamita hot”, porque, a pesar de los casi ochenta años, sigue cautivando miradas y corazones. Está de novia con un hombre que se enamoró de ella a primera vista, en el instante en que entró en su taxi. ¿Te puedo pedir tu teléfono?, le dijo, o algo así. Ella se lo dio. Fueron a cenar y no pasó nada más. Mamá le aclaró que sólo quería ser su amiga. La amistad sucedió y se fortaleció con el tiempo; la persistencia de él, su cuidado, compañía y los buenos momentos la fueron conquistando. De hecho, su relación se afianzó durante el pico de la pandemia. No porque hubieran decido compartir un espacio común, sino porque, a la distancia y mediante videollamadas, se hicieron compañía noche a noche.

La madre de Janice Winkler y sus tres hijas (la autora a la derecha) en Punta Mogotes.
La madre de Janice Winkler y sus tres hijas (la autora a la derecha) en Punta Mogotes.

Mamá, que, como tanta otra gente, no se animaba a salir ni a la esquina, sabía que a las veinte horas se “reuniría” con ese amigo que, aunque volviera tarde y cansado de trabajar todo el día en el taxi, con la división de plástico y el barbijo siempre pegado a la boca y la nariz, se interesaba por saber cómo estaba y qué había hecho ella, a pesar de lo rutinario del encierro; así, el ánimo fue creciendo. Me gusta verla feliz, que sonría, que me cuente qué le compró a Leo para su cumpleaños, qué pasta de La Juvenil eligió él y la salvedad que hizo ella por la ocasión al comer algo salado, que “una vez no pasa nada”.

Mamá vive en su propio departamento. Leo vive en el suyo. Me acabo de dar cuenta: son Leo y Lea, y entre ellos se leen: se ve en las miradas cómplices que intercambian. Hay enamoramiento. Se juntan los fines de semana, o si hay partido de fútbol un miércoles, por ejemplo, porque el pack está en la casa de mamá. Él lo paga. Son, a los setenta y nueve y ochenta y dos años, auténticos novia y novio, que comparten, pero también conservan su independencia.

1993. Janice Winkler y sus padres el día de su bat mitzvah en Buenos Aires.
1993. Janice Winkler y sus padres el día de su bat mitzvah en Buenos Aires.

Cuando cuento que mi mamá está de novia (por segunda vez desde que enviudó), mis amigas se sorprenden. Qué genia, me dicen. Ellas y también gente que conozco menos y que no la conoce a ella. ¡Qué increíble! Cuando les digo que a Leo lo conoció en su taxi, expresan más sorpresa aún. Su historia resulta novelesca, no en el sentido literario sino televisivo. Todo resulta loco, impensado. Una señora que pasó casi toda su vida con un solo hombre que durante cuarenta años tuvo un puesto gerencial; una mujer que veraneaba en Punta del Este y tenía casa en un country y, sobre todo, que tiene ¡casi 80 años!, ahora disfruta de un nuevo amor, distinto de todo lo que conoció antes. Se animó a dar su teléfono, se animó a animarse. Es decir, a abrir su corazón. Están, por un lado, los prejuicios, pero también el desconocimiento. Gente, sepámoslo, los adultos mayores siguen sintiendo. ¿Ustedes notan que pasan los años y, a pesar de los achaques físicos, siempre nos aferramos a la juventud?

Cuando mi abuela tenía aún más años que mi mamá, vivía hacía otros tantos en Israel. Ella y la mayor parte de mi familia extendida emigraron con la crisis de 2001. Mi abuela había tenido un solo amor en su vida, que derivó en violencia y, adelantadísima a su época, frente alta y separación. Pero vuelvo a los últimos años de su vida, en el pequeñísimo país de Medio Oriente, cuando se puso de novia con David, un “pendejo” de setenta y pico que conoció en el hotel geriátrico. Una vez me contó por teléfono que él la había acompañado al médico y ella le había dado el regalo de mostrársele en corpiño. Esa relación no prosperó porque él creía mucho en Dios y ella era una judía atea.

Mamá y Leo, el taxista valiente y persistente de 82 años, comparten mucho más de lo que ella y cualquiera hubiera imaginado. Recuerdos de sus madres y abuelas hablando en yiddish. El gusto por el cine y los programas de preguntas y respuestas; por el scrabble. A veces mamá me manda mensajes para preguntarme si tal o cuál palabra es correcta y develar si Leo hizo trampa.

Antes de Leo tuvo otro novio, un señor que a mí de entrada no me cayó muy bien, pero no le expresé a ella mi desconfianza. Qué hacer con su vida era y es su derecho. No vamos a adentrarnos en esa relación, pero lo que sí quiero contar es que lo conoció por Tinder. Mi hermana Maru le había abierto una cuenta para que empezara, al menos, a darse la oportunidad. Al principio, como dice ella, “mandaba a todos al tacho”, hasta que se aburrió de no entender cómo funcionaba la app y la borró del celular; pero cuando Maru la volvió a visitar y se enteró, le dijo que de ninguna manera. Se la volvió a instalar y le enseñó a usarla. Yo, que estoy casada hace muchos años, tampoco sabía cómo funcionaba esto de deslizar y matchear. ¿Quién me mostró? Mi mamita hot.

Una noche, fue a cenar a lo de mi hermana Vane y ella le hizo de “curadora”. Fue pasando las fotos de los posibles candidatos, hasta que llegó a uno que le pareció interesante, en aspecto y descripción. Le gustaba la música y viajar, pero vivía lejos. Vane hizo match de parte de mamá. Estás loca, o algo por el estilo, le habrá dicho (la imagino riendo). Él le correspondió y le habló al instante, y al instante mamá le aclaró que la cosa no iba a funcionar por la distancia.

Él no estuvo de acuerdo y, al poco tiempo, aterrizó en Aeroparque. Se encontraron en el café del Ateneo, una de las librerías más lindas del mundo. A mí me pareció el escenario perfecto. Andá avisándome dónde estás, le pedí, pero no me habló en toda la noche. Intercambié mensajes con mis hermanas, preocupadas, igual que me preocupo si una amiga no me avisa que llegó a su casa después de habernos despedido a la madrugada.

Ni hablar que la historia de Tinder trajo aún más sorpresa y suspiros (o a los más anticuados, consternación) que la historia del taxi. Al desconocimiento de que los abuelos y abuelas también tienen sexo, se sumaba el asombro por el uso de la tecnología y por la posibilidad de crear un vínculo con alguien que conociste por medio de una pantalla. “¡Ni yo consigo!”, me decían algunas amigas. La cosa con ese hombre funcionó por un tiempo y después no funcionó, como pasa tantas veces, pero mamá vivió buenos momentos y hasta se animó a viajar en avión a la ciudad del señor. Conoció a su familia y, de hecho, sé que la saludan en fechas especiales y le desean lo mejor. No me sorprende, así es mamá, conquistadora.

No sé si está bien que cuente esto, pero ayer, en una cena, me enteré de que, en los años ochenta, cuando mi hermana mayor sacó el registro de conducir, aprobó el práctico, pero desaprobó el teórico. El hombre que le había tomado el examen accedió a dárselo por aprobado si mamá iba a tomar un café con él. Ella le dijo que sí y le dio un número de teléfono falso. También la invitó a salir un importante político que llegó a uno de los cargos más altos, pero ella le dijo que no. Siempre enamorada de papá, siempre fiel.

El año pasado tuve una cafetería en Belgrano. Entre los habitués, siempre recibía la visita de Ricardo, un vecino del barrio al que, cuando no está manejando su taxi, le gusta ir a cafecitos y socializar. En mi cafetería había una gran biblioteca con libros a disposición, y Ricardo, durante el año que duró el proyecto, venía todos los días, pedía un espresso doble y leía poco a poco un libro sobre la historia de las bibliotecas. Cuando, junto a la editorial “Azul Francia”, presenté mi novela “Yo, Buddy”, mi gentil habitué estuvo entre el público; compró el libro, lo leyó esa misma noche y, cuando volvió al bar a darme su devolución, me aclaró: lo primero que quiero decirte no tiene nada que ver con la historia que escribiste; te quiero decir, Janice, que tu mamá me deslumbró, ¡qué mujer imponente!

Por supuesto, le mandé un mensaje a mamá, no porque quisiera que ella accionara en relación a Ricardo, sino para hacerle llegar el deslumbramiento; nunca está demás saberse o, más bien en este caso, confirmarse, cautivante. También la cargamos un poco con mi marido, le dijimos que ahora su target eran los taxistas. Un chiste pavo que se tomó con humor, aunque aclaró que a ella no le interesa nadie más que Leo.

En mi infancia, mamá tomaba las decisiones. A mamá se la culpaba. A mamá se le agradecía poco porque se daba por sentado que los cuidados y llevarme y traerme y ayudarme a hacer la tarea, y soportar mis arranques de la adolescencia, eran su exclusiva responsabilidad. Mamá elegía la ropa de papá, le cortaba el pelo, le hacía de comer, lo cuidaba, lo cuidó hasta el final.

Un final tan doloroso y extenuante que pensó que no lo iba a superar. Perdió ganas, peso, rumbo. Quedó sola en una casa enorme y fría. En tres meses había perdido a su único amor, con quien había compartido la vida durante más de cincuenta años. Sin embargo, y no es cliché, a las oportunidades hay que saber verlas y tomarlas. Mamá, con el tiempo, aceptó que podía volver a enamorarse, querer distinto, conocer otro tipo de relación; supo decir no cuando hizo falta y supo separarse, ¡por primera vez en su vida: separarse! Y después, a pesar de haber sentido la frustración de una ruptura, se volvió a dar la chance de intentar una nueva relación; esta vez sí, en la que se siente segura y sana.

Muchas veces me preguntaron qué pensaba yo, si apoyaba a mi mamá (imagino que también recibieron ese interrogante mis hermanas). ¿Qué pregunta es esa? ¿Por qué no habríamos de apoyarla? ¿Por qué tanta gente piensa que la vida se termina con la viudez? Hay dolor, tristeza infinita y duelo. Pero también hay vida, que se agradece y, quien puede, la abraza.

A la única que, tal vez, le costó un poco aceptar la relación es a mi hija. A sus seis años, sin saber explicar por qué, sentía “vergüenza”, como ella le llamaba. No quería saber nada con juntarse a comer con Abu Devy y su novio. Al primero, al de Tinder, lo conoció en un cumpleaños de mamá. Fue celebración y presentación formal. Y cuando entramos en el departamento, le preguntó: ¿Vos sos Albert? Albert era mi papá.

Creo que está muy apegada a la idea de su abuelo y a las cosas hermosas que le contamos de él, por eso le cuesta aceptar que la abuela tenga otro compañero. Pero hace unas semanas, después de una reunión familiar, le pregunté si ya se sentía más cómoda en presencia de Leo, el novio de la abuela, y me dijo que sí, que ya estaba todo bien con él. Me alegra que así sea. Siento, últimamente, que todo se acomoda; hay algo que atraviesa a todas las generaciones de esta familia: la fortaleza del amor y el compañerismo.
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Janice Winkler tiene un nombre inglés y tal vez eso le haya marcado el camino para trabajar con ese idioma tan bello y musical. Da clases, traduce, coordina Jan’s Book Club y trabaja en un colegio secundario. En 2013 y 2014, coordinó el taller de escritura en el área de Salud Mental/Adolescencia del Hospital de niños Ricardo Gutiérrez. Tradujo al español la adaptación a guión de la novela “In the country of last things·, de Paul Auster. Como autora publicó los libros de poemas “Un Sánguche de Amor” (Sacate el Saquito Ediciones, 2013) y Burbuja negra (Modesto Rimba, 2016). Seleccionó y tradujo los poemas de De los rayos del sol como sogas, primer título de nuestra colección “Maras en la barda”, y escribió “Para tomar un buen té.” En 2022 publicó “Yo, Buddy”, su primera novela, por la editorial Azul Francia.