Acaba de fallecer en Madrid, en la madrugada de este martes, Raúl Alfonso, dramaturgo, director, actor, realizador de audiovisuales y profesor.
Por Norge Espinosa Mendoza
En el hervor de aquel fin de década que fue la de los 80, Raúl Alfonso apareció con una obra que media Habana se fue a ver. En la sala Antonin Artaud, la misma en la que luego estrenaría él mismo otras piezas y montajes, pude ver El grito, esa obra que marcó su irrupción, como una relectura amarga y necesaria de los hechos del Mariel, de los actos de repudio que no pueden borrarse de la memoria, y del desencuentro que ese hecho impuso a dos amigos para siempre.
Dirigida por Dimas Rolando, se presentaba en ese espacio con formato de teatro arena, y creo que en aquella noche del Gran Teatro de La Habana me acompañó Antonio Orlando Rodríguez y no sé ya si también Sergio Andricaín. Vimos la obra y nos fuimos a tomarnos un té, si mal no recuerdo con José Antonio Coro, que ya estaba a punto de irse de Cuba. ¿O era Ulises García? Todo empieza a confundirse ya, sobre todo cuando comienzan a morir los amigos. No hablamos de la obra recién vista, porque no hacía falta. En los silencios de nuestro diálogo lo que habíamos presenciado seguía presente: ese grito con el cual un nuevo autor se empezaba a ganar su propio espacio en ese entorno que ahora parece tan promisorio (desde la nostalgia) como borroso (desde el presente).
Acaba de fallecer en Madrid, en la madrugada de este martes, Raúl Alfonso, dramaturgo, director, actor, realizador de audiovisuales, profesor. A todo eso, añado: mi amigo, nacido en 1966. Durante los últimos días, una persona a la que ambos estimamos se encargó de hacerme saber de su estado ya precario, y de las horas contadas que auguraban los médicos. Esperé la noticia con el anhelo contradictorio de que esas horas fueran más, pero también que se le evitara mayor sufrimiento. Entre esos pensamientos, rememoré conversaciones, en La Habana, en Santa Clara, anécdotas de Cienfuegos, y el último encuentro, en Madrid, cuando tuve que pasar fugazmente por esa ciudad tras perder un vuelo en Colonia, y él y Julián Martínez Gómez fueron mis ángeles/demonios de la guarda durante las horas que estuve allí. Recuerdo ahora eso con alegría y dolor, porque fue un hermoso encuentro, y ahora es ya una página entre las frases de despedida.
Al límite de un imposible
Hace solo unas semanas, volvía su nombre a escucharse en La Habana, gracias a la puesta en escena que Bárbara Domínguez presentó a partir de Mamá, con Teatro de La Luna. Como suele suceder en casi todo lo que identificaba a Raúl, ese montaje se logró casi al límite de un imposible, y ello me hizo recordar que guardaba entre mis papeles una copia mecanografiada del libreto de esa pieza, que él me regaló alguna vez. Más que dramaturgo, Raúl Alfonso era un poeta dramático, consciente de que la poesía en el teatro proviene de un determinado grado de sinceridad, visceralidad y desgarramiento, en el que se unen todos sus personajes. Ver Mamá, que había sido escrita expresamente para Teatro en las Nubes y se estrenó en 1996 (mi segunda reseña en Tablas, como crítico “en serio”), me permitió otra vez recordarlo entre nosotros, como el ser humano persistente que fue, y con un destino tan complicado que lo siguió adonde quiera que fuese.
En los años del Período Especial, coincidíamos en las casas de amigos que aún podían agenciarse un poco de té, y aquellas tertulias de gente cuir, de personajes tan raros y teatrales, eran parte de nuestra manera de seguir soñando otros teatros, en medio de la escasez de casi todo: la salita del fotógrafo Eduardo Hernández, que lo retrató en una de sus mejores series, era uno de nuestros refugios. No publicó un tomo con sus obras, apenas se imprimieron El grito, en la colección Pinos Nuevos de 1994, y también en la revista Tablas, una de sus obras que prefiero: El dudoso cuento de la princesa Sonia, una fábula delirante que admiré mucho antes de que la tragedia de los Romanos se volviera una de mis obsesiones. Hablábamos de Virgilio Piñera (Juan Piñera, compositor y sobrino de Virgilio, era un amigo común) y nos reconocíamos en la poesía amarga de sus últimos años, los de la muerte civil, los de la No-Persona.
Marcado por el malentendido
Emigró a México, se fue luego a España, cuando ya no tenía en Cuba donde vivir en paz, y allá sobrevivió a la prisión y siguió trabajando. La vida de Raúl Alfonso, como la de sus seres imaginarios, parecía estar marcada por el malentendido. Pero en su teatro estuvo siempre esa lucha contra todo tipo de represión, ese afán por desenmascarar mentiras y opresiones, traumas no solucionados, y exorcizar demonios, aunque esos demonios aparecieran a veces bajo la belleza engañosa y terrible de los ángeles, para decirlo un poco con Rilke. En Isla solitaria, Bela de noche, El pie de Nijinski (otra de sus raras piezas publicadas, en la antología de dramaturgia cubana preparada por Ernesto Fundora para Paso de Gato), El Verdugo, El silencio, La seducción... se repite la atmósfera asfixiante, el juego de roles y de dobles, la lucha agónica contra la mentira, como un conflicto que iba más allá de fórmulas y convenciones.
A su manera, a nuestra manera, los que queríamos escribir teatro en medio de esa casi nada, aspirábamos a decir ciertas cosas en total libertad. Aun sabiendo que no habían pasado del todo los recelos, las sospechas, mucho menos contra quienes no formábamos parte de ciertos círculos ni clubes tenidos por decentes, esa “decencia” que es asepsia y veneno, y de la cual no pueden brotar demasiados gestos vivos.
Un teatro por descubrir
Desde España, nos seguían llegando noticias suyas. Siempre que pude, lo mencioné en foros, artículos, repasos sobre el teatro de tema homoerótico y en tantos otros sitios. Sospecho era mi modo de seguirlo teniendo cerca, aun cuando ya no estaba dando clases de teatro en la ENA, ni poniendo sus propios montajes en la Casa del Joven Creador, en La Madriguera, en el Teatro La Caridad de Santa Clara ni montando una obra de Manuel Reguera Saumell en Cienfuegos, o trabajando con Teatro Eclipse. Su teatro queda como una zona todavía por descubrir, y ojalá, si sus obras se publican, podremos comprobar a través de ellas el raro que fue Raúl Alfonso, el talento que lo acompañaba, el demonio/ángel que fue, y que sus amigos difícilmente olvidaremos.
Guardo para otro momento esa foto última que nos hicimos en Madrid, y que acabo de recuperar como prueba de esos abrazos. Guardo también, para otro momento, anécdotas más reveladoras, y otros agradecimientos. Salvo para este final la alegría que me regaló cuando llevó a escena fragmentos de mi poema dramático acerca de Carlota Corday en un espectáculo que dedicó a esa mujer terrible. Pero en realidad quiero agradecerle aún más cosas: la seguridad de haber conocido a alguien excepcional, con el cual, en medio de una Habana incierta y que ya empieza a desdibujarse, hablamos de algunas cosas que me ayudan a ser la persona que ahora soy.
Es por eso que no dedico estas palabras al dramaturgo que acaba de morir, sino al amigo, al hermano de causas y de obras, con el cual aún tenemos tantas cosas pendientes. Recordarlo, evocarlo y representarlo, como merece un verdadero autor teatral. Alguien que nos conminó a esos delirios y exorcismos donde, como dijo el poeta inglés, la verdad se resuelve en belleza, y la belleza se resuelve en verdad.